JORDANIA, UN DESTINO FAVORITO EN LA TIERRA

WADI RUM, JORDANIA

Por Casey Lyons 22 abr de 2020 Enamorarse de un lugar no es tan diferente de enamorarse de una persona. Comienzas con los ojos pastosos y las extremidades temblorosas, luego algo dentro de ti se infla y la órbita de tu vida se dobla un poquito. En el momento en que te percatas, deja huella en tu mente. Todavía puedo ver las huellas que dejaron las camionetas en la arena de este lugar, la bruma que recorre los espacios entre las torres de piedra caliza donde las piscinas de arena de color camello y el grabado del barniz del desierto trazan una línea entre pequeños matorrales que se aferran a los acantilados como cabras montesas. No puedo imaginar en un cielo más grande. Pensé que conocía el desierto antes de llegar a Wadi Rum, pero este es el arquetipo. Al igual que enamorarse, el desierto te aturde al principio con su grandeza, pero pronto el asombro se atomiza en pequeños puntos de luz: huellas de lagartijas, mesetas de roca apiladas como panqués, chispas de fogata al viento en un cielo nocturno con tantas estrellas que parece más gris que negro. Y en estos momentos, cuando el velo entre la fantasía y la realidad es casi tan delgada como es posible, es cuando empiezo a sentir algo en mi interior expandiéndose. A menudo he tratado de aislar este sentimiento para poder examinarlo, pero al igual que el amor, se resiste a la razón. No puedes aprehenderlo solo con tu mente, porque la primera pregunta más obvia es la elusiva de todas: ¿Por qué es tan hermoso? El mundo está lleno de pequeños lugares y momentos como este. La próxima vez que veas una puesta de sol reflejada en un cuenco, pequeñas marcas de corriente perfectas en la arena de una ola que retrocede, o las vetas amarillas de una hoja de arce normalmente color azúcar carmesí, pregúntate por qué es tan hermoso. Reflexiona si puedes descifrar la causalidad. Piensa, —si no quedas atrapado como yo, en el callejón sin salida mental— de si la naturaleza es bella porque así es como yo defino la belleza; o si la defino en función de lo que la naturaleza me ha mostrado. O tal vez simplemente lo miras y ves a Dios. Y cuando el sol se pone sobre esas torres y columnas de arenisca en Wadi Rum, cuando los tonos rosados y carmesí del cielo llenan el desierto como si fuese un cuenco y la arena fina aún está caliente al tacto, es difícil pensar que estás mirando cualquier cosa menos lo divino. Esos momentos nunca te dejan. Permanecen dentro de ti y colorean la forma en que ves el planeta, lo que plantea la pregunta más importante de todas: ¿qué le debo a la Tierra por toda esta belleza nutritiva del alma que me dio por nada? ¿Cómo le pago a Wadi Rum, o cualquier otro lugar, por su propia existencia?